En
nuestros días, el hombre se siente continuamente vulnerado en su
dignidad, la duda va carcomiendo progresivamente sus entrañas y ha casi
ya terminado por “no creer en nada”, como así lo pone de manifiesto en
cada oportunidad que se le presenta. Pero ese desconcierto
en el que zozobra, lejos se encuentra de mantenerse puntualmente
circunscripto al área en que se origina: va generando vigorosas
metástasis que invaden paulatinamente todos los segmentos de la vida
personal hasta dar origen a una incredulidad generalizada.
No se trata ya de creer o no creer en determinadas personas, hechos o
situaciones: la desconfianza se ha vuelto omniabarcativa y el hombre ha
terminado por dudar de todo y de todos; ha llegado a convertirse así en
un ser descreído y despersonalizado, obligado
a leer cada vez con mayor cuidado la letra chica de los intercambios
sociales. No es necesario mirar en otra dirección si queremos señalar el
origen del escepticismo de nuestro tiempo, escepticismo de raíces muy
amplias y por lo mismo de una frondosidad nunca
antes advertida. Escepticismo que paso a paso va conduciendo
irremediablemente al hombre al nihilismo.
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